Esta crónica es un relato sobre el abuso sexual que padecen niños y niñas en Colombia. Mariana, una adolescente de 15 años, comparte el rostro humano de las víctimas de la pedofilia.
Bajo la piel de Mariana
Son las 11:00 p.m. del jueves; es una noche calurosa en Cartagena, así que me levanto a darme el último baño de la noche. Me desvisto en mi cuarto para no tener que hacerlo dentro del reducido espacio que hay en el baño, donde solo hay menos de un metro de distancia entre mi respiración y la ducha. Mientras lo hago, contemplo mi desnudez frente a la ventana de mi cuarto, cada día que pasa me sorprendo al ver mi volumen corporal con tan solo 15 años, mi transformación de niña a mujer se hace notoria. Dejo de mirar, cubro mi cuerpo y me dirijo hacia el baño.
Al salir de mi habitación veo la bombilla del cuarto de mi abuelo encendida, nuevamente los nervios me carcomen, noto que su puerta está entreabierta y ahora él se percata de mi paso. Mi cuerpo se tensiona porque siento su mirada sobre mí, intentando mirar a través de la toalla que me cubre. Su mirada sigue fija en mí y no logro comprender por qué mi cuerpo no puede producir ni un movimiento que me aleje de ahí lo antes posible. Comienzo a temblar cuando aquel señor, de 75 años, posa su mirada depravada sobre mi pecho, y luego, lentamente, recorre todo mi cuerpo hasta llegar a mi umbría de seda roja. Logro retomar el aliento y camino rápidamente hacia el baño, aun sintiendo su mirada penetrante e insaciable sobre mí.
Entro, le pongo seguro a la puerta y siento de inmediato cómo un fuego se apodera de mi cuerpo. Siento cómo corren las lágrimas por mis mejillas, son cada vez más abundantes. Mi tristeza no cesa, cada vez pesa más, y me arrastro como las orugas hasta tocar fondo y pienso que nunca podré convertirme en una mariposa de vuelo libre. Entro a la ducha y las gotas de agua caen sobre mí, contemplo el sonido del agua corriendo, y de repente, no dejo de pensar que mientras viva bajo la mirada de un perverso seguiré siendo esa pequeña oruga condenada a no cumplir su metamorfosis.
El gran panorama oscuro
El patriarcado, ese reino sin límites del hombre sobre la mujer, ha normalizado, desde siempre, la pedofilia, que es quizá una de las problemáticas que prevalece desde el principio de los tiempos. Raquel López Melero, catedrática y profesora de historia antigua, en su libro ‘Así vivieron en la antigua Grecia. Un viaje a nuestro pasado’, manifiesta que los docentes o tutores abusaban sexualmente de sus discípulos, niños y adolescentes que solo estaban en busca del saber. La figura de aquel docente nunca era puesta en duda, la pederastia se justificaba bajo el argumento de que aquella relación sexual entre ambos favorecía la transmisión del saber y de las leyes ciudadanas.
La Iglesia Católica, aquella congregación de fieles a Dios y a la moralidad, ha sido culpable de múltiples casos de pedofilia. Algunos sacerdotes abusan de sus aprendices, monaguillos y acólitos, valiéndose de su figura paterna y cordial. Aun así, estos curas, luego de cometer actos despiadados, casi nunca son removidos de sus cargos parroquiales, siguen siendo figuras de santidad, esto lo vemos reflejado en el caso de Andrés, que se dio a conocer en el 2019 por el diario El Tiempo. Andrés tenía solo ocho años cuando fue víctima de violación por el padre Gustavo Eliécer García, en la Parroquia El Niño Jesús, ubicada en Bogotá. En los pasillos y en las bodegas de la Iglesia se perdió la infancia de Andrés, él asegura que desde los ocho y hasta los dieciocho años, fue ultrajado por aquel cura, y desde entonces, se volvió introvertido y solitario. Andrés dice que lo único que quisiera en la vida es que el padre que lo violó por lo menos deje de dar misa.
En época de monarquía del siglo XX, la mentalidad del Antiguo Régimen seguía vigente, el sueño por tener a una niña bajo las sábanas era el éxtasis para algunos hombres, en especial de un Rey. De acuerdo a la aproximación histórica de abusos sexuales realizada por Gil José Sáez, Juez Eclesiástico, manifiesta que en la monarquía española estaba casi que normalizado que esas figuras poderosas se adueñaran de las niñas y adolescentes, como si se tratase de una simple mercancía o máquinas de satisfacción. El abuso sexual estaba tan romantizado, que incluso un rey tenía la potestad de desposar a una niña y de tenerla cuantas veces lo deseara, es por eso que, en los primeros años del reinado de Alfonso XIII, nacieron instituciones destinadas a velar por la protección de la infancia, tanto de niños y niñas. Sin embargo, estas instituciones no abordaban adecuadamente el problema, ya que el concepto del derecho a la integridad sexual del menor era inexistente en Europa.
Hoy, después de tener tantos avances en leyes y en el comportamiento ciudadano, aún se presentan sucesos de pederastia. En algunos casos, la sombra masculina amenaza, incluso bajo el calor del propio hogar, convirtiendo la niñez de algunos en un ambiente frío y despiadado. Así los casos de abuso y acoso infantil, como el de una adolescente de 15 años, Mariana para esta historia, acosada por su propio abuelo, son justificados y normalizados. El hogar, un espacio destinado a brindar seguridad, paz y amor, se ha convertido en la pesadilla más grande de varios niños y niñas como ella. Allí, en vez de tranquilidad, se respira incertidumbre y miedo de una manera tan marcada, que esos niños y niñas lo sienten como si fuera un demonio acechándolos en cada rincón de sus casas.
Esa sombra agresiva y silenciosa marca de por vida a un niño, generando problemas de salud mental, interrumpiendo el sueño, ocasionando la pérdida de control, y peor aún, las conductas auto lesivas o suicidas. El miedo es generalizado, la agresividad, la culpa, la vergüenza, el rechazo al propio cuerpo, la depresión y baja autoestima quedan impregnados al cuerpo cual perfume, pero el aroma no es dulce, el hedor te ahoga hasta más no poder y se esparce… te persigue.
El rastro pavoroso en Colombia
En Colombia, entre 2015 y junio de 2020, se han denunciado 91.982 casos de violencia sexual en contra de niños, niñas y adolescentes del país, según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Ese organismo estatal dice que las más afectadas son las niñas, entre los 10 y 15 años, mientras que entre los niños el rango de mayor afectación está entre los 5 y 9 años. De esos casos, 514 se han registrado en Cartagena durante el año 2017. En 2020, se registraqron 4.283 casos de violencia sexual en contra de niñas, niños y adolescentes, los menores de edad estuvieron más expuestos al abuso y la violencia durante el confinamiento por el COVID-19, en Cartagena se registran 150 casos en 2020.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar reportó un aumento del 41% de casos de abuso en menores de 18 años entre 2019 y 2020. De ellos, el 72 por ciento de los casos ocurrió al interior de sus hogares a manos de aquellos que, se supone, son los encargados de protegerlos. Sus padres, cuidadores o familiares terminan convirtiéndose en sus verdugos.
En Cartagena, desde 2008 hasta 2017, las denuncias por abuso y acoso sexual se han incrementado en más de un 40%. Según datos de Cartagena Cómo Vamos, los barrios que presentan mayor número de casos de delitos sexuales son Olaya Herrera, El Pozón, Nelson Mandela, San José de los Campanos, San Fernando, La Boquilla, La María, Bayunca, Torices y Pasacaballos, barriadas de la Cartagena pobre. Aunque, cabe destacar, este tipo de delitos ocurren sin distinción de estrato socioeconómico, por lo que cualquier niño o niña está expuesto.
De esas denuncias, más del 75% de las víctimas fueron niñas y adolescentes, todas menores de 18 años, que en muchos casos suelen callar por temor a represalias, culpa o vergüenza. Los datos históricos, permiten saber que más del 62% de las víctimas fueron agredidas por un conocido y/o familiar, las horas, cuando más ocurren estos delitos, son entre las tres de la tarde y la media noche. Y, quizás lo más alarmante, es que de cada 10 casos de pederastia, 7 de ellos ocurren al interior de la vivienda de la propia víctima.
Bajo la voz de Mariana
Vivir solo con mi mamá y mi abuelo nunca ha sido fácil, sobre todo cuando tienes una madre cabeza de hogar que debe trabajar durante horas para poner un techo sobre mi cabeza y la de mi abuelo, mi padre se fue de casa cuando yo tenía siete años, no he sabido nada de él desde entonces, ahora solo quedamos tres en casa.
Desde que tengo once años recuerdo el comportamiento extraño de mi abuelo, me miraba más de la cuenta, me ofrecía sus piernas para sentarme sobre ellas. Cuando llegaba de la escuela y lo saludaba con un abrazo, me retenía en sus brazos por un tiempo prolongado y me apretaba fuerte, creía que eso era normal, que se trataba de cariño, hasta que luego del abrazo tomaba mi rostro entre sus manos y buscaba que mis labios tocaran los suyos. A mi corta edad, percibí su actitud extraña, siempre me decía que de grande sería un ‘mujerón’ y que era afortunado por tener una nieta tan hermosa.
Desde esos días los episodios de acoso me persiguen, pero nunca conté nada hasta que cumplí los quince. Recuerdo la vez que estuve cerca de hacerlo, tenía catorce años cuando intenté decirle a mi madre que mi abuelo, mientras comíamos, tiraba a propósito las llaves debajo de la mesa del comedor para recogerlas y fijarse en qué había entre mis piernas. Cuando tuve el valor de contarle la forma en cómo me sentí aquella vez, mi propia madre solo me interrumpió para decirme que era mi culpa por sentarme con las piernas abiertas, que procurara sentarme bien para que a los hombres no se les fuera la mirada y que, independientemente, si su padre me veía, la familia es la familia -y entre familia debemos protegernos-. Y fue ahí, en ese preciso instante, cuando comprendí que nadie me creería ni mucho menos se pondría debajo mi piel para protegerme, así que mi única salida fue callar, protegerme yo sola y cargar con ese peso por mí misma.
Con el pasar del tiempo las cosas no mejoraron. Prácticamente, me encontraba todo el día a solas con él, no tengo un padre al que acudir y mi madre trabaja todo el día. Desde entonces, lo que hago para protegerme es encerrarme en mi cuarto a la espera de mi mamá, mientras no esté en casa evito quedarme dormida sin importar lo cansada que llegue del colegio.
Ya ni mis pensamientos son míos
Después de ponerme a salvo de su mirada penetrante y de intentar borrar su imagen perversa de mi mente con el agua cálida, me acuesto intentando encontrar paz.
Nuevamente, me despierto. El reloj marca las 2:00 a.m. del día martes, me he despertado porque en medio de mi sueño sentía esa sed insaciable que es imposible de ignorar. Me levanto, camino, abro la puerta de mi habitación y una vez más veo encendida la luz del cuarto de mi abuelo, pero esta vez la puerta no está tan abierta. Me pregunto qué hace despierto a esta hora un señor de su edad, me invade la curiosidad y el miedo, así que me asomo por un espacio que hay entre la puerta para poder ver. A través de la puerta alcanzo a divisar su figura violenta y sus ojos cerrados mientras se daba placer con mi ropa interior que antes estaba colgada en los alambres del patio. Ante tal escena, mi respiración se corta, mi saliva se vuelve amarga, no puedo parpadear. Quedé aún más petrificada cuando vi que aquel señor tenía mis bragas puestas en su regazo mientras disfrutaba, cual adicto, pasar mi ropa interior por su rostro, y más aún, por su nariz luego de satisfacerse.
En ese momento solo pude pensar que ese hombre ha ensuciado mis pertenencias, ha ensuciado mi inocencia, mi vida… mi libertad. Ha arruinado mi vuelo, y si antes era una pequeña larva, ahora solo soy un insignificante huevo depositado en una hoja que ha sido aplastada bajo su suela.
El sueño de convertirse en mariposa
Mariana ha sido víctima de violencia sexual desde los once años, lo que le ha dejado profundas huellas físicas y emocionales. Mariana no se siente bien con su cuerpo, evita mirarse al espejo para no sentirse mal, siente rechazo y vergüenza consigo misma. A Mariana la frecuentan los episodios de depresión y ansiedad, hay días en los que ni siquiera come, y por las noches no puede dormir, todo este agotamiento es reflejado en sus actividades escolares, ha repetido dos veces el décimo curso, y aunque no le va bien en el colegio, desea pasar horas en la institución porque es el único lugar donde se siente a salvo.
Desconfía de los hombres, desconfía incluso de su propia sombra, es una niña de pocas palabras y pocas amistades, no se reúne con sus compañeras de clases ni asiste a eventos sociales, de quinceañero, Mariana pidió vivir sola en un apartamento, pero en su familia esos “lujos” están fuera de alcance. Mariana pasa medio día en la escuela, de resto, vive encerrada en su cuarto esperando que transcurran las horas para encontrarse con su mamá a las siete de la noche.
Con diecisiete años, Mariana solo espera con ansias cumplir la mayoría de edad para conseguir un trabajo e irse, un trabajo informal que le sirva para mantenerse porque ni siquiera sueña con ir a la universidad, lo único que anhela es irse de casa, lejos de Cartagena, lejos de Blas de Lezo, lejos de su agresor, para así poder respirar algo de tranquilidad y olvidarse del horror en el que ha vivido desde su niñez. Mariana sueña con cumplir dieciocho años, quizá así, finalmente, dejará de ser una crisálida y se convierta en esa mariposa libre, capaz de volver a confiar y emprender su vuelo.
*Las ilustraciones de esta historia fueron hechas por la autora.