En Coyongal, sur de Bolívar, existe una comunidad que ha sido testigo de asesinatos y muertes en el marco del conflicto armado. Por caridad y sentido humano, varios hombres dan cristiana sepultura a los cuerpos sin vida que viajan por el río Magdalena.
A orillas del río Magdalena se observa el reflejo del sol sobre las aguas. Cuando los lugareños suelen ver a los goleros o a las aves de rapiña muy cerca del cauce, saben que entre sus corrientes viene algún cuerpo humano en descomposición.
Alberto Muñoz* era casi un experto en saber cuándo se trataba de un cadáver. Esa mañana tomó su canoa y su cabuya y navegó algunos metros río arriba para cerciorarse de que aquella imagen respondía al de una persona muerta. Mientras se acercaba, su presentimiento se hizo realidad. En el aire había un olor putrefacto, la brisa del río lo refrescaba un poco y las pequeñas olas cubrían por momentos el rostro de aquella persona. Sintió entonces un escalofrío.
Ante sus ojos, estaba el cuerpo de quien fuera alguna vez una joven, de unos 17 o 18 años. Era delgada, tenía el cabello largo y la tez muy blanca. En su cuerpo se observaban múltiples signos de tortura. Alberto, con el cuidado que lo caracterizaba, decidió amarrarla a un lado de la canoa y comenzó a remar en dirección al pueblo.
Al llegar a la orilla, con la ayuda de otros pobladores, sacó del agua el cuerpo y lo extendió en la playa. Le quitó las pocas pertenencias que todavía tenía, entre ellas, una cadena pequeña que brillaba con el reflejo del sol. Las personas que se acercaron a ver la escena quedaron conmovidas.
Alberto y otros lugareños decidieron enterrarla en el cementerio central del pueblo. Aunque en Coyongal existe el cementerio de Las Ánimas, que es el lugar en donde son enterrados los cuerpos rescatados del río, la comunidad no quiso que esa fuera la última morada de aquella joven.
Días después, y con la noticia regada entre los pueblos cercanos de Coyongal, una pareja adulta llegó preguntando por el paradero de su hija. La desenterraron, y antes de despedirse, le contaron a Alberto que su pequeña había sido asesinada por un líder paramilitar de la zona que se resistía a que la joven lo rechazara.
Aquel hallazgo se convirtió en uno de los más recordados en Coyongal, un corregimiento ubicado a un kilómetro de la desembocadura del río Cauca en el Magdalena. Está rodeado por complejos cenagosos, caños y canales fluviales. Es un punto estratégico del transporte fluvial entre los departamentos de Magdalena, Antioquia, Sucre, Santander y Bolívar.
Por muchos años, este corregimiento ha sido testigo de asesinatos, torturas, extorsiones, desplazamientos forzados y secuestros cometidos por grupos armados ilegales. Según algunos reportes de prensa, en esa zona hacen presencia la guerrilla del ELN, las bandas criminales como el Clan del Golfo y el grupo paramilitar José Antonio Galán.
El brazo del Magdalena que pasa por Coyongal no es el único que expulsa cadáveres. Por el conflicto armado, los ríos en otras regiones del país se han convertido en verdaderos cementerios. Allí desaparecen los cuerpos, con todo y evidencia, debido a la rápida descomposición y a la exposición permanente de animales.
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De cuerpos flotando en el río han sido testigos durante años hombres como Alberto Muñoz. Este campesino es, quizás, uno de los más viejos en este corregimiento. Sus padres, al igual que los primeros habitantes de Coyongal, son oriundos de diferentes partes del país, eran navegantes y llegaron a estas tierras en barcos a vapor cuando estos transitaban por el río Magdalena.
A sus más de noventa años, recostado en un taburete desajustado, bajo la sombra de un árbol de iboamarillo, Alberto recuerda con mucha lucidez haber recogido cuerpos torturados y masacrados por la violencia, también cuerpos de personas que habían caído de manera accidental a las corrientes o en accidentes de embarcaciones fluviales.
Cuenta que él recogía los cadáveres, primero que todo, por sus creencias religiosas; de que los muertos, para descansar en paz, debían ser sepultados; segundo, porque los familiares a veces llegaban buscando a sus muertos con la esperanza de encontrar el cuerpo y acabar con una búsqueda interminable; y por último, confiesa que también lo hacía porque pensaba que si alguna vez él, sus hijos o algunos de sus familiares corría con esa suerte, le gustaría que alguien hiciese lo mismo por ellos: los recogieran, les oraran y los enterraran.
Cuenta que era doloroso, aberrante y lamentable ver cómo algunos cuerpos, cuando los amarraban a las canoas, se desprendían debido a su extrema descomposición. Cuando eso ocurría, los llevaba hasta la playa de un pequeño islote que estaba en la mitad del río y allí los sepultaba.
José Durán* también es otro de estos campesinos sepultureros improvisados que llevaban a cabo esta tarea humanitaria. Junto con ellos, también lo hicieron alguna vez Luis Ardila*, Ricardo Chávez* y Pedro Castro*. Otros más jóvenes como Carlos González*, Germán Arrieta*, Noé Castro*, Óscar Estupiñán*, Salustino Ávila* y Jorge Martínez*.
Esta labor ha tenido momentos de mucha confusión y miedo. Hace algunos años, varios cuerpos fueron encontrados en bolsas plásticas que tenían pegados letreros que decían: “por sapo”, “merecía la muerte”, “por marica”. También fueron testigos de leer mensajes amenazantes a quienes recogieran o dieran información sobre el cuerpo navegando por el río. Por un tiempo, decidieron dejar que estos pasaron de largo.
Los cuerpos, cuentan algunos campesinos, solían venir de Nechí, Caucasia, El Banco, Tamalameque, Cantagallo, Puerto Berrío, Barranca, Achí, Guaranda y varios puertos del sur de Bolívar: Montecristo, San Pablo, La Pacha, Santa Rosa, entre otros.
Una de esas zonas quedaba antes de llegar al municipio de Pinillos, bajando por el río y muy cerca de Coyongal. Era el famoso caño de los paracos, un pequeño brazo que unía al Magdalena con la ciénaga de Las Panelas. Cuentan los rivereños, que en ese lugar asesinaron a varias mujeres, muchos hombres, algunos jóvenes y uno que otro menor de edad.
En esos cuerpos que viajaban por el río, recuerdan los campesinos, había señales de mucha tortura, disparos y cortes de todo tipo. A veces veían pasar partes o pedazos de lo que fue alguna vez un ser humano. Cuando no podían recuperar el cadáver, solían poner velas a las orillas del río y rezar de noche en noche una que otra plegaria.
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El cementerio de Las Ánimas está ubicado al final del pueblo. Es un lote cerca al jarillón que es propiedad de una familia tradicional del pueblo, pero por su cercanía al río, decidieron que fuese usado para sepultar a esos muertos. Se trata de una especie de cementerio auxiliar, porque el principal es utilizado para enterrar a quienes mueren allí y son oriundos de Coyongal.
En su mayoría, son tumbas improvisadas, ya que cuando enterraban los cuerpos solo ponían dos palos unidos en forma de cruz. La única tumba con lápida es la de un muerto al que llamaron Planeta Rica. Fue recogido por Óscar Estupiñán, y es único cuerpo enterrado por el que vinieron sus familiares, pero decidieron dejar los restos en Las Ánimas y pagaron para que le hicieran una lápida.
La rutina solía ser muy sencilla. Traían el cuerpo, lo extendían en la orilla, a veces lo amarraban para que no se lo llevara la corriente cuando subía la marea, y si nadie llegaba a preguntar por él durante un día, lo trasladaban en canoa a Las Ánimas. Allí le quitaban sus pertenencias, lo enterraban, oraban por su alma y encendían algunas velas.
En Las Ánimas no hay tumbas recientes, pero en Coyongal todavía ven pasar algunos cuerpos por río. En secreto, los campesinos sienten miedo y esperan que la violencia alguna vez pare.
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Jorge Martínez, José Durán, Salustino Ávila y Carlos González, quien seguía siendo el inspector de Coyongal desde hace más de dos décadas, recuerdan una vez en la que recogieron un cadáver que tenía algún nivel de descomposición. Sospecharon que tenía varios días en el agua. Sus manos estaban amaradas a su espalda con cables eléctricos de color rojo y azul, además, tenía múltiples disparos de bala. Era época de creciente y el pueblo estaba inundado, así que decidieron enterrarlo en un pequeño islote.
10 o 15 días después, llegaron hasta Coyongal una mujer adulta y dos acompañantes (inspectores, creen algunos pobladores), quienes estaban investigando el asesinato del esposo de aquella mujer. Contaron que el señor había sido víctima de un atraco mientras transportaba leche en un camión que viajaba desde Villavicencio, en el Meta, hasta el Banco, Magdalena. Las investigaciones habían permitido la captura de los ladrones, quienes confesaron que habían cometido el delito en San Alberto, Cesar, y que habían asesinado al conductor en Mata de Caña, una población que se ubica entre el Banco y Tamalameque, en el Cesar. Allí lo amarraron, le dispararon y lo lanzaron al río junto a 2 tractomuleros más.
Los investigadores creyeron que no tendrían mayores esperanzas de encontrar algún rastro del cuerpo, pero algunos pobladores de esa zona costera del Cesar, comentaron que río abajo había un brazo del Magdalena en el que una comunidad solía recoger los cadáveres que iban por el río. Se trataba de Coyongal.
La mujer, en su afán por encontrar a su esposo, convenció a sus acompañantes de emprender la travesía por el río. Al llegar a las boyas del puerto de Coyongal, comenzaron a indagar exponiendo las descripciones del cuerpo. Jorge Martínez, quien atendía las boyas, se dio cuenta de que esa descripción coincidía con el cadáver que había recogido tiempo atrás. Los llevó a donde estaba Carlos, que seguía siendo el inspector, realizaron un acta y procedieron a la exhumación de los restos. El cuerpo encontrado y enterrado por ellos días atrás, iba ahora rumbo a su pueblo natal. La búsqueda había terminado.
*Los nombres de los protagonistas de este relato fueron modificados por razones de seguridad.